viernes, 6 de diciembre de 2013

Competitividad: el problema no son los salarios, sino los beneficios empresariales

La competitividad se ha convertido en el mantra predilecto de las autoridades económicas europeas y españolas. Según el discurso oficial, España tiene un problema de falta de competitividad, y la vía de mejora pasa por políticas de austeridad y la “devaluación interna”: abaratar los costes laborales, bajando salarios, para así competir en el mercado global. A desmentir esta falacia se dedica Qué hacemos con la competitividad, último título de la colección ‘Qué hacemos’. Una denuncia de las consecuencias fatales que el discurso de la competitividad está teniendo en Europa y especialmente en España, y una apuesta por un concepto diferente: la Competitividad Estructural. Adelantamos unas páginas del libro, dedicadas a uno de los principales lastres de la economía española: los beneficios empresariales, su poca reinversión, la falta de compromiso de los accionistas con las empresas. Frente a ello, el libro apuesta por fórmulas de reinversión de beneficios en cuyo control participen los trabajadores.

La competitividad en España

 

La reducción de salarios no es una medida necesaria para mejorar la competitividad, sino que está orientada a mejorar la rentabilidad empresarial, los beneficios.
Una visión más amplia del concepto de competitividad, la mencionada Competitividad Estructural, considera que no se trata de reducir como sea los costes laborales para competir como sea, sino establecer las bases para un crecimiento sostenido de la productividad, que redunde en mejoras de la calidad de vida colectiva.

En primer lugar, porque el mero hecho de reducir los costes para ofrecer precios más atractivos no garantiza nada. Para vender hace falta también que alguien compre y la situación actual de la Unión Monetaria Europea se caracteriza por un estancamiento generalizado, derivado precisamente de la aplicación simultánea de políticas de restricción fiscal y devaluación salarial. Sorprendentemente, son las propias autoridades europeas las que están promoviendo esta “carrera hacia abajo” de los salarios en busca de mayor “competitividad”, sin comprender aparentemente que no todos los países de la eurozona pueden ser a la vez exportadores netos (¿quién comprará la producción?) o que una reducción generalizada de los costes salariales no modifica la situación competitiva relativa de cada país. La alocada carrera por los ajustes en la eurozona obvia este hecho, aplicando una vieja y errónea idea acuñada por el economista francés Jean Baptiste Say, según la cual la oferta creaba su propia demanda. Pero si todas las economías del área tratan de reducir salarios para ofertar precios más competitivos resultará que ninguno de sus principales socios los adquirirá, en la medida en que el poder adquisitivo del conjunto de sus trabajadores será cada vez menor.

Además, dadas nuestras actuales especializaciones productivas y la baja tasa de reinversión de beneficios, es bastante improbable lograr cambios significativos en la composición y el tamaño de nuestras exportaciones y mejorar la “competitividad estructural” incrementando las exportaciones de mayor productividad y contenido tecnológico, únicamente a través de bajadas en los salarios.
En tercer lugar, estas medidas y las de recorte presupuestario deprimen aún más la demanda interna (consumo e inversión de los hogares, empresas y administraciones públicas). Por tanto, no sólo sería necesario que las exportaciones crecieran a una tasa mayor como consecuencia de las medidas de devaluación interna, sino que lo hicieran a una tasa suficiente para compensar los efectos negativos sobre el crecimiento y el empleo que tiene la caída del consumo y la inversión. Algo imposible.
En la actualidad España se enfrenta al reto de afrontar un cambio de modelo productivo en el que se incrementen las actividades exportadoras basadas en la Competitividad Estructural y que sea capaz de financiarse básicamente mediante la reinversión de beneficios y la financiación exterior a largo plazo. Apostar por una “economía de alta productividad”, abandonando el modelo que podríamos denominar como “economía acordeón”: una economía que crece a tasas muy altas en épocas de crecimiento por la afluencia de capital exterior cortoplacista, y que se encoge, entrando en abruptas etapas recesivas, cuando el capital exterior desaparece.

Insistir en un modelo de “economía acordeón”, como EuroVegas en Madrid, o los nuevos planes urbanísticos expansivos de muchos ayuntamientos de Andalucía, al que se añade el impulso a las actividades exportadoras de baja productividad, supone tomar una dirección equivocada –y poco eficaz- para lograr la pronta recuperación de la economía española. Es ahondar en el mismo error del pasado, un error que pagarán varias generaciones futuras. Supone que en vez de tomar medidas para solventar las carencias tradicionales del empresariado español, relacionadas con la escasa reinversión de beneficios que impide incrementar sustancialmente la productividad, se decide que esas ineficacias las paguen los trabajadores, mediante una fuerte devaluación salarial y de las condiciones de trabajo, lo que hará mucho más lenta, y por tanto dolorosa, la salida de la crisis, como indica la caída del PIB del 1,4% en 2012 y las previsiones para 2013 de descenso del PIB en un 1,5%.


La clave de la Competitividad Estructural es la productividad

 

La incapacidad política de los gobiernos de actuar eficazmente sobre el sector financiero y energético ha hecho que finalmente el esfuerzo de reducción de costes haya recaído sobre los costes laborales, lo que tiene consecuencias demoledoras sobre la competitividad estructural, ya que reduce el tamaño de la demanda nacional y su sofisticación (se reduce la demanda productos de alta elasticidad renta, de alto contenido tecnológico). La competitividad estructural de una economía depende de su grado de capitalización, en términos de infraestructuras y accesibilidad, capital humano, e innovación tecnológica.
El resultado del escaso volumen de beneficios reinvertidos ha hecho que el stock de capital productivo, excluidas las viviendas, en los últimos 15 años creciera a una tasa tan solo del 1%, mientras que en los años sesenta y setenta creció a una tasa anual del 10%. La inversión en maquinaria y bienes de equipo, que viene descendiendo en términos absolutos desde 2008, durante la última década tan sólo ha representado como media un 26% de la formación bruta de capital, porcentaje muy inferior tanto a la inversión en vivienda (un 39,2%) como a la inversión en otros edificios y construcciones, (un 34,4%). La tasa de inversión en bienes de equipo llegó a suponer el 8% del PIB en 2007, pero en los nueve primeros meses de 2012 tan sólo significó el 6%, habiendo descendido en un 6,4% respecto al mismo periodo de 2011.


El decreciente compromiso de los accionistas con sus empresas, entre cuyas causas también está la financiación exterior cortoplacista, es un elemento muy preocupante en una economía como la española, ya que el stock de capital en 2009 representaba tan sólo un 161% del PIB, un peso muy inferior al que tiene en otras economías desarrolladas como Alemania, un 184% y EEUU, un 209%. El stock de capital productivo privado por empleado en 2009 apenas representó un 75,6% de la media del área euro, el mismo porcentaje que en 1995. La tradicional escasez de capital productivo es un elemento básico a la hora de explicar la baja productividad de las empresas españolas, sobre todo de las pequeñas y hay que recordar que la estructura empresarial de nuestro país se caracteriza por su atomización.
Para avanzar hacía una “economía de mayor productividad”, que mejore su competitividad estructural, hay que impulsar el esfuerzo inversor privado, para que incremente volumen de capital físico y de innovación tecnológica, revirtiendo la falta de compromiso de los accionistas con sus empresas, a la vez que debe ser desacoplado de actividades especulativas a corto plazo, como la inmobiliaria.


I.-Impulsar fiscalmente Fondos de Reinversión de Beneficios en cuyo control participen los representantes de los trabajadores.

Como hemos visto, intentar establecer una estrecha relación entre la evolución de los salarios y la competitividad tiene un fuerte sesgo ideológico, ya que los datos muestran que no han sido los salarios el factor que ha generado tensiones inflacionistas. El origen de nuestro diferencial de inflación respecto la UE (y de parte de la burbuja de activos inmobiliarios) está en el  incremento de los beneficios empresariales distribuidos a los accionistas y de los intereses financieros pagados por los prestamos solicitados, la parte del beneficio que no se reinvierte en la empresa, que no incrementa su productividad. El porcentaje que representan ambos conceptos sobre el beneficio total pasó del 39% en 1995 al 60% en 2008. Esto muestra un menguante compromiso de los accionistas con sus empresas, que fue favorecido por la mejora en el tratamiento fiscal de los gastos financieros en el Impuesto de Sociedades, impulsado por el PP en los años noventa, ya que en términos fiscales era más rentable pedir créditos (incluso a los accionistas) para afrontar las necesidades de inversión de una empresa que aumentar su capital.

Por ello resulta imprescindible incentivar la reinversión productiva de los beneficios de las empresas. La reducción del porcentaje de beneficios distribuidos a los accionistas (los que han generado inflación de precios y activos inmobiliarios) no reduce su riqueza, aunque sí su renta disponible. La reinversión de beneficios incrementa su patrimonio a largo plazo, el valor de las acciones (si la empresa cotiza en bolsa) o el valor de sus activos.  

Una mayor participación de los representantes de los trabajadores en el destino de estos fondos puede tener indudables efectos positivos en la productividad. Ya que la implicación de los trabajadores puede ser determinante para obtener mejoras en la posición de poder de mercado, e incluso de monopolio, a la que pueden acceder las grandes empresas en, al menos, tres aspectos: 1)el acceso a la tecnología, 2)los conocimientos de gestión en equipo, y 3)la mejora de ideas de comercialización. Como reconoce la Fundación Europea para la Mejora de las Condiciones de Vida y Trabajo en su proyecto EPOC: “las propias empresas reconocen que la participación de los trabajadores es un elemento determinante en la generación de riqueza”.

Las experiencias desarrolladas en Alemania a través de los Consejo de Vigilancia, donde hay más de 800 empresas que disponen de ese órgano, o en Suecia, donde se desarrollaron los Fondos de Asalariados, ponen de manifiesto el papel que juega la participación de los trabajadores en la alta competitividad y productividad de las empresas de esos países. “La cogestión lleva a que el personal se identifique más con su empresa y los conflictos puedan ser solucionados en un marco de diálogo” (Angela Merkel dixit).

Qué hacemos con la competitividad es una obra colectiva escrita por Bruno Estrada, María José Paz, Antonio Sanabria y Jorge Uxó. Más información en la web de la colección.



miércoles, 4 de diciembre de 2013

El estatus social, la preocupación del siglo

Por  Paola Gorostiza

No hace mucho se dio a conocer la noticia sobre un joven chino cuyo deseo por adquirir el segundo iPad lanzado al mercado lo condujo a la venta de uno de sus riñones.
El asunto causó asombro a la prensa y desconcierto a la sociedad, pero aunque llevado a la exageración, el caso resultaba representativo de un fenómeno hasta cierto punto común.





 

Estatus social y consumismo

 

Cuántas personas se embarcan en la compra de autos del año pasando por alto las necesidades evidentes de su hogar. Cuántas mujeres compran a crédito magníficos bolsos de diseñador que no terminarán de pagar sino hasta que estén pasados de moda.
El nuevo perfume, la nueva línea de ropa, el nuevo móvil, todas estas cosas parecieran ser necesidades dignas de complicar una situación financiera de por sí problemática.
Y si bien podría pensarse que semejantes conductas responden a una falta de inteligencia práctica, antes de condenarlas convendría tener en cuenta lo expuesto por Alain de Botton en su libro Ansiedad por el estatus.

 Ansiedad por el estatus

 

Filósofo, arquitecto y escritor, de Botton atribuye estas conductas a lo que denomina como ansiedad por estatus, una verdadera pandemia en las sociedades de Occidente.
El estatus, explica de Botton, se refiere en un sentido estricto a la profesión y estado civil de una persona. Pero en un sentido más amplio el estatus es el valor y la importancia que posee un individuo dentro de su sociedad.
A lo largo de la historia este valor e importancia se han concedido a diversos roles o capacidades. El cazador, el guerrero, la mujer fértil, los nobles, todos fueron en su momento modelos de estatus y recibieron amor y respeto por parte de la colectividad.

Autoestima y economía

 

Sin embargo a partir del siglo XVIII, el estatus y la respetabilidad en Occidente comenzaron a ser asociados con los logros económicos.
Diversas corrientes de pensamiento influyeron en este cambio. La Meritocracia que sostiene que el éxito económico de una persona depende exclusivamente de su esfuerzo e inteligencia y el Darwinismo social que propone que sólo los más aptos merecen sobrevivir (en términos económicos), han sido particularmente determinantes.
Las propiedades, las bien nutridas cuentas bancarias, la posesión de empresas, han ido convirtiéndose en sinónimos de respetabilidad.

Preocupación por el estatus

 

Pero lo cierto es que la inmensa mayoría de la población mundial carece de lo necesario para ser considerados como respetables. Ante esta falta de valía en mayor o menor medida todos hemos sufrido de la mencionada ansiedad por estatus.

La ansiedad por el estatus es en palabras de Botton:
Una preocupación tan perniciosa que es capaz de arruinar largos periodos de nuestras vidas, la sensación de que corremos el peligro de no conformar los ideales de éxito presentados por nuestra sociedad y de que, como resultado de ello, seremos desposeídos de nuestra dignidad y respeto; la sensación de que ocupamos un rango muy modesto y de que podemos caer en uno aun más bajo.”
Las recesiones económicas, el retiro, el asenso profesional de algún compañero, son algunos de los disparadores de dicha ansiedad, comenta el filósofo.

Y a pesar de ser tan común, las evidencias de este drama interno son difíciles de encontrar, porque como con la envidia (sentimiento, por cierto, relacionado a la ansiedad por estatus), la gente se avergüenza de manifestarlo.

Mensajes sociales

 

El asunto es tan importante, explica el filósofo, porque la concepción que tenemos de nosotros mismos depende en gran medida de lo que los otros consideran que somos.
Dependemos de las señales de respeto que el mundo nos envía para sentirnos cómodos con nosotros mismos.
Pero si el estatus es algo difícil de conseguir, más aún es conservarlo durante toda una vida.

Ser un perdedor

 

Ante los altos estándares que nos presenta la sociedad actual, el fracaso a corto, mediano o largo plazo resulta casi inevitable. De allí vendrá la humillación; “…la corrosiva idea de que hemos sido incapaces de mostrarle al mundo nuestro valor.”
Alain de Botton analiza meticulosamente las raíces históricas y psicológicas de la ansiedad por el estatus y así alcanza diversas conclusiones.
Una de ellas es que el “mal” se acentúa principalmente cuando alguien que consideramos nuestro par en términos de estatus, consigue subir en la escala.
Otra, más alentadora, es que dicha molestia logra mitigarse a través de su debida comprensión y expresión.
El autor ofrece una variedad de reflexiones que logran poner en perspectiva la insufrible molestia de considerarse a si mismo como un “perdedor”.

Memento mori

 

Una de ellas, quizá la más eficaz, es el recordatorio de la propia muerte. El ejercicio aunque incómodo sirve para reorientar nuestras prioridades: ¿Qué es lo verdaderamente valioso de la vida cuando se llega al momento de morir?.
Sin importar lo olvidados e ignorados que seamos, sin importar lo poderosos y reverenciados que otros puedan ser, se puede encontrar consuelo en la idea de que al final todos terminaremos convertidos en la más democrática de las sustancias: el polvo.

Fuente: http://suite101.net/article/el-estatus-social-la-preocupacion-del-siglo-a66131

domingo, 1 de diciembre de 2013

Análisis del consumo actual: Vivir es consumir

 Artículo de Juan Pérez Ventura


-Mira mi nuevo reloj, me lo acabo de comprar por 1500€.

-¿Por qué te ha costado tanto?

-Es un Rolex, sumergible a 100 metros.

-¿Y vas a bucear tan profundo alguna vez?

-No lo sé… Pero, ¿a que es bonito?

Hoy en día el sistema económico pone al alcance de las personas todo tipo de productos y bienes para el consumo, desde lo más básico, como alimentos o prendas de vestir, hasta lo más extraño, como gorras que pueden sujetar latas de refrescos.

El consumo como concepto no hace referencia a nada malo ni perjudicial. Podemos definirlo como el simple hecho de consumir para satisfacer necesidades o deseos. El problema llega cuando esta actividad se vuelve patológica. Entonces ya no hablamos de ‘consumo’, sino de ‘consumismo’. La Real Academia Española (RAE) define el consumismo como “la tendencia inmoderada a adquirir, gastar o consumir bienes, no siempre necesarios.”

El modelo de bienestar de la sociedad actual se basa en la posesión y acumulación de bienes, lo cual sirve de justificación para que prolifere el consumismo entre las personas. Si el objetivo de la vida es tener muchas cosas, la principal actividad que se ve beneficiada es, lógicamente, el consumo. La posesión y acumulación de bienes suele darse siempre de forma inmoderada, tal y como apunta la definición de la RAE.

El término inmoderado parece ser un adjetivo demasiado subjetivo. ¿Qué es ser un consumidor inmoderado? ¿cuántos iPods hay que comprar para considerarlo algo inmoderado?. Las definiciones de la Real Academia destacan por ser objetivas y rigurosas, así pues, que incluya el adjetivo inmoderado en la definición de ‘consumismo’ puede sorprender. La RAE define moderar como evitar el exceso, por lo tanto inmoderado es algo que no lo hace. 

La utilización del calificativo inmoderado encuentra su explicación con la siguiente pregunta: ¿Hasta qué punto necesitamos lo que compramos? ¿En nuestro consumo necesario para nuestras vidas? Todo aquello que se consume sin ser realmente una necesidad puede considerarse como un exceso, en tanto en cuanto excede las necesidades básicas para la vida de un individuo. Así pues, decir que el consumo actual es inmoderado ya no es algo subjetivo, sino que se ha convertido en algo objetivamente cierto: todos consumimos inmoderadamente, porque consumimos en exceso. No necesitamos todo lo que compramos. La mayor parte de nuestras compras son excesos que se nos antojan necesarios.


shoppingNecesitamos lo que compramos en la medida en que nos auto-convencemos (o nos convencen) de que el producto en cuestión nos va a ayudar a ser más felices y a vivir mejor. En ese sentido, con la sociedad de consumo el individuo tiene como principal actividad consumir.
Para muchos autores que la defienden, la sociedad de consumo es reflejo de un alto nivel de desarrollo socioeconómico, que se manifiesta en el incremento de la renta de cada individuo. Consideran también que este tipo de sociedad basada en el consumo constante ofrece a las personas la posibilidad de adquirir bienes y servicios cada vez más diversificados, y que eso contribuye a mejorar la calidad de vida y produce una mayor igualdad social, ya que son muchos los individuos que pueden hacerse con una gran cantidad de productos que, según las tesis de los defensores del sistema, contribuirán a hacer sus vidas mucho mejores y más felices.

Así pues, el principal argumento para la defensa de la sociedad de consumo se apoya en que el consumo contribuye a mejorar la calidad de vida de las personas y que ayuda a las sociedades a desarrollarse. Lo autores pro-consumo olvidan que en esta sociedad ideal donde las personas pueden comprar cualquier cosa que quieran, hay muchos que no pueden consumir, ya que el principal requisito para disfrutar de la sociedad de consumo, moderna y desarrollada, es tener dinero. En la sociedad actual sigue habiendo millones de pobres, incluso en países desarrollados, que no pueden participar en la sociedad de consumo.
Aunque quizás no es tan importante que participen, ya que el consumo de hoy en día no se puede entender como la actividad que permite sobrevivir a las personas.

La principal característica que diferencia al consumo de masas tal y como lo conocemos hoy del consumo tradicional en otras épocas de la historia es el objetivo que motiva a las personas a consumir. Si antes se consumía para cubrir necesidades básicas (comprar comida, ropa…), actualmente la mayor parte de la actividad consumista tiene como objetivo satisfacer los deseos de los consumidores, que consideran necesarios los bienes que demandan.

Uno de los rasgos del sistema económico y del consumo actual es que crea necesidades artificiales. Mediante la constante publicidad y otras técnicas, convencen y atrapan a las personas en el círculo vicioso del consumo, del que es muy complicado salir una vez se ha entrado.

Una vez dentro del ‘circo del consumo’, un sinfín de productos, anuncios, ofertas y posibilidades se aparecen ante los ojos del individuo, que, abrumado por todas esas luces, sonidos e imágenes, se siente incapaz de evitar comprar alguno de los productos que tiene ante él. Muchas veces incluso, la falsa necesidad se crea segundos después de ver por primera vez un producto. Verlo en el escaparate de la tienda y darse cuenta de que es indispensable para poder seguir caminando por la calle. ¡¿Cómo he podido vivir sin esto?! Pocas semanas después, el objeto en cuestión estará olvidado en algún baúl, o quizás estropeado y tirado a la basura.

En definitiva, el fenómeno del consumismo depende cada vez más del deseo que de la necesidad.
Pero el consumo actual no sólo tiene como objetivo cubrir necesidades o satisfacer deseos, además sirve para distinguir a las personas entre sí, evidenciando aun más el sistema de clases sociales que forma nuestra sociedad hoy en día.

Como hemos comentado, para consumir sólo es preciso una cosa: tener dinero. A partir de ahí, todo depende de la cantidad de dinero de que se disponga. A más dinero, más productos. O, también, a más dinero, productos más caros.

Cuanto más caro es un producto menos gente lo puede poseer. Esta regla básica explica el sistema de clases. No es lo mismo una falda de la tienda del barrio que un vestido de Chanel, por lo tanto, no es igual la mujer que lleva esa falda a la que viste el vestido. Son dos mujeres diferentes. Diferentes socialmente.
Pero aunque es la vestimenta el rasgo que las diferencia exteriormente, en realidad el factor diferencial es el dinero. La cantidad de dinero. Aunque eso no se puede ver ni saber con certeza, se puede deducir, entre otras cosas, por la manera en que visten.

Precisamente por eso la mujer que tiene más cantidad de dinero decidió no comprar la falda de la tienda de barrio (aunque podía hacerlo). Si hubiera comprado esa sencilla falda y la hubiera llevado puesta por la calle, nadie podría haber sabido cuánto dinero tiene en realidad. Para mostrar en qué estrato social se encuentra, gracias a su dinero, la mujer con posibilidades compró el vestido de Chanel. Y así, cuando pasea por la calle, no hay dudas sobre su posición. Todos pueden ver que ella es diferente a los demás. Es más que los demás.

Con la expansión del consumo por distintos escalones sociales, esta realidad ejemplificada con la falda y el vestido se observa también a niveles de mucha menos opulencia y riqueza. En la misma clase media de la sociedad (incluso en algunos sectores de la clase baja) ya observamos los mismos comportamientos entre personas que, aunque son social y económicamente parecidos, pretenden diferenciarse a través de los productos que consumen.

Así, el joven de barrio que tiene una moto más grande es mejor que el que la tiene más pequeña, o el que puede llevar pantalones de Levi’s es más que el que lleva un pantalón de chándal. También es mejor tener el último modelo de gafas de sol, y llevar un teléfono móvil de gran tamaño.

Así pues, una de las funciones del consumo es proporcionar al individuo formas de distinguirse de otros grupos de distinto nivel social. Las empresas y las marcas lo saben, y ofertan sus productos como exclusivos, punteros e inigualables. Ante esos astutos anuncios publicitarios, es fácil rendirse a la tentación de ser la chica o el chico más exclusivo, puntero e inigualable del barrio.

Lo curioso es que, en el afán de distinguirse de los demás mediante la compra de objetos y productos aparentemente únicos, las personas, en esta sociedad actual, caen en la paradójica situación de que cada vez son más parecidas entre sí.

Con el consumo de masas desenfrenado se avanza hacia una progresiva pérdida de identidad personal, ya que los ciudadanos (que en realidad ya no son ‘personas’, sino ‘consumidores’) responden ante modelos de consumo idealizados mediante las efectivas técnicas de marketing. Es decir, hay un gran número de personas que consumen sintiéndose especiales y que realmente forman parte de un mismo grupo social, en el que todos los individuos tienen un comportamiento y una cultura similar.

El consumidor de clase media español tiene los mismos hábitos que el consumidor de clase media italiano, y ambos se parecen cada vez más a sus semejantes brasileños, coreanos o saudíes. Todos ellos consumen las mismas marcas de ropa, escuchan las canciones de los mismos ídolos juveniles, llevan en las orejas los mismos cascos de música, utilizan los mismos teléfonos móviles y ven las mismas películas en el cine.

La globalización cultural puede considerarse en realidad una occidentalización. Aun sumido en crisis económicas, políticas y sociales, Occidente sigue siendo el centro del mundo, muy especialmente en lo que a cultura y consumo se refiere. Es en Occidente donde nacen las marcas y las empresas que venden sus productos alrededor del mundo.

Regresando a la homogeneización que fomenta el hecho de consumir masivamente, hay que añadir otro apunte interesante: el consumo connota socialización. En la medida que un individuo se reconoce con determinadas marcas, se reconoce con los otros consumidores de esas marcas y se distingue de otros que no son como él.

El cliente de una marca de gafas de sol tenderá a encontrar más afinidad con las personas que lleven esas gafas, ya que el consumo forma parte de la cultura, y en esta sociedad actual todos aquellos que son iguales en sus hábitos de consumo pueden considerarse también iguales en su cultura. Así pues, se crean culturas nuevas a raíz de los productos que se consumen (principalmente por el tipo de prendas que se visten o el tipo de música que se escucha).

Por otra parte, el consumo, además de atender a necesidades básicas, atiende a lo aspiracional. Las personas quieren ser algo más. Y eso no se consigue usando siempre los mismos pantalones ni teniendo siempre el mismo televisor. Siempre existe la posibilidad de hacerse con un producto nuevo y mejor, y, como existe la posibilidad, existe también el deseo.

La sociedad se expresa a través del consumo. Como ya hemos dicho no basta con cubrir una necesidad. Actualmente con el consumo se deben conseguir otro tipo de beneficios, como el reconocimiento en un grupo social.

Si se tiene sed, se puede consumir agua, pero hay muchas más opciones que el agua para cubrir esa necesidad. El mercado te ofrece cientos de bebidas y refrescos. Aunque son mucho más caros que el agua, ésta se torna un bien demasiado simple y sencillo como para consumirlo en público. Es mejor comprar una lata de un refresco que transmita a los demás lo activo, joven y moderno que uno es. El agua no transmite ningún valor. Las bebidas comerciales sí.

Así, hemos llegado a convertirnos en una sociedad materialista, consumista y muy competitiva. La competitividad tiene su reflejo también en el consumo, ya que el hecho de comprar cada año un teléfono móvil o un bolso nuevos no responde a una necesidad real, sino a un deseo de ser mejor (o aparentarlo) en este mundo en el que vivimos. Aquel que sólo tiene un abrigo, o que vive en un piso pudiendo vivir en un chalet, es considerado como un perdedor.

Porque es mucho mejor tener un armario lleno de abrigos y chaquetas para poder llevar uno distinto cada día. Es mejor tener dos coches que uno. Es mejor cambiar el teléfono por el último modelo, que vivir siempre con el mismo móvil. Es mejor volver con bolsas del centro comercial, que volver con las manos vacías. Es mejor tener muchas cosas que tener tan sólo las suficientes.

El que no consume no está disfrutando la vida al completo porque, hoy en día, vivir es consumir.