La competitividad se ha convertido en el mantra predilecto
de las autoridades económicas europeas y españolas. Según el discurso
oficial, España tiene un problema de falta de competitividad, y la vía
de mejora pasa por políticas de austeridad y la “devaluación interna”:
abaratar los costes laborales, bajando salarios, para así competir en el
mercado global. A desmentir esta falacia se dedica Qué hacemos con la competitividad,
último título de la colección ‘Qué hacemos’. Una denuncia de las
consecuencias fatales que el discurso de la competitividad está teniendo
en Europa y especialmente en España, y una apuesta por un concepto
diferente: la Competitividad Estructural. Adelantamos unas páginas del
libro, dedicadas a uno de los principales lastres de la economía
española: los beneficios empresariales, su poca reinversión, la falta de
compromiso de los accionistas con las empresas. Frente a ello, el libro
apuesta por fórmulas de reinversión de beneficios en cuyo control
participen los trabajadores.
La competitividad en España
La reducción de salarios no es una medida necesaria para mejorar la competitividad, sino que está orientada a mejorar la rentabilidad empresarial, los beneficios.
Una visión más amplia del concepto de competitividad, la mencionada Competitividad Estructural,
considera que no se trata de reducir como sea los costes laborales para
competir como sea, sino establecer las bases para un crecimiento
sostenido de la productividad, que redunde en mejoras de la calidad de
vida colectiva.
En primer lugar, porque el mero hecho de reducir los costes para ofrecer precios más atractivos no garantiza nada. Para vender hace falta también que alguien compre
y la situación actual de la Unión Monetaria Europea se caracteriza por
un estancamiento generalizado, derivado precisamente de la aplicación
simultánea de políticas de restricción fiscal y devaluación salarial.
Sorprendentemente, son las propias autoridades europeas las que están
promoviendo esta “carrera hacia abajo” de los salarios en busca de mayor
“competitividad”, sin comprender aparentemente que no todos los países
de la eurozona pueden ser a la vez exportadores netos (¿quién comprará
la producción?) o que una reducción generalizada de los costes
salariales no modifica la situación competitiva relativa de cada país.
La alocada carrera por los ajustes en la eurozona obvia este hecho,
aplicando una vieja y errónea idea acuñada por el economista francés
Jean Baptiste Say, según la cual la oferta creaba su propia demanda.
Pero si todas las economías del área tratan de reducir salarios para
ofertar precios más competitivos resultará que ninguno de sus
principales socios los adquirirá, en la medida en que el poder
adquisitivo del conjunto de sus trabajadores será cada vez menor.
Además, dadas nuestras actuales especializaciones productivas y la baja tasa de reinversión de beneficios,
es bastante improbable lograr cambios significativos en la composición y
el tamaño de nuestras exportaciones y mejorar la “competitividad
estructural” incrementando las exportaciones de mayor productividad y
contenido tecnológico, únicamente a través de bajadas en los salarios.
En tercer lugar, estas medidas y las de recorte presupuestario deprimen aún más la demanda interna
(consumo e inversión de los hogares, empresas y administraciones
públicas). Por tanto, no sólo sería necesario que las exportaciones
crecieran a una tasa mayor como consecuencia de las medidas de
devaluación interna, sino que lo hicieran a una tasa suficiente para
compensar los efectos negativos sobre el crecimiento y el empleo que
tiene la caída del consumo y la inversión. Algo imposible.
En la actualidad España se enfrenta al reto de afrontar un cambio de
modelo productivo en el que se incrementen las actividades exportadoras
basadas en la Competitividad Estructural y que sea capaz de financiarse
básicamente mediante la reinversión de beneficios y la financiación
exterior a largo plazo. Apostar por una “economía de alta
productividad”, abandonando el modelo que podríamos denominar como “economía acordeón”:
una economía que crece a tasas muy altas en épocas de crecimiento por
la afluencia de capital exterior cortoplacista, y que se encoge,
entrando en abruptas etapas recesivas, cuando el capital exterior
desaparece.
Insistir en un modelo de “economía
acordeón”, como EuroVegas en Madrid, o los nuevos planes urbanísticos
expansivos de muchos ayuntamientos de Andalucía, al que se añade el
impulso a las actividades exportadoras de baja productividad, supone
tomar una dirección equivocada –y poco eficaz- para lograr la pronta
recuperación de la economía española. Es ahondar en el mismo error del
pasado, un error que pagarán varias generaciones futuras. Supone que en
vez de tomar medidas para solventar las carencias tradicionales del
empresariado español, relacionadas con la escasa reinversión de
beneficios que impide incrementar sustancialmente la productividad, se decide que esas ineficacias las paguen los trabajadores,
mediante una fuerte devaluación salarial y de las condiciones de
trabajo, lo que hará mucho más lenta, y por tanto dolorosa, la salida de
la crisis, como indica la caída del PIB del 1,4% en 2012 y las
previsiones para 2013 de descenso del PIB en un 1,5%.
La clave de la Competitividad Estructural es la productividad
La incapacidad política de los gobiernos de actuar
eficazmente sobre el sector financiero y energético ha hecho que
finalmente el esfuerzo de reducción de costes haya recaído sobre los
costes laborales, lo que tiene consecuencias demoledoras sobre la
competitividad estructural, ya que reduce el tamaño de la demanda
nacional y su sofisticación (se reduce la demanda productos de alta
elasticidad renta, de alto contenido tecnológico). La competitividad
estructural de una economía depende de su grado de capitalización, en
términos de infraestructuras y accesibilidad, capital humano, e
innovación tecnológica.
El resultado del escaso volumen de beneficios reinvertidos ha hecho que el stock
de capital productivo, excluidas las viviendas, en los últimos 15 años
creciera a una tasa tan solo del 1%, mientras que en los años sesenta y
setenta creció a una tasa anual del 10%. La inversión en maquinaria y
bienes de equipo, que viene descendiendo en términos absolutos desde
2008, durante la última década tan sólo ha representado como media un
26% de la formación bruta de capital, porcentaje muy inferior tanto a la
inversión en vivienda (un 39,2%) como a la inversión en otros edificios
y construcciones, (un 34,4%). La tasa de inversión en bienes de equipo
llegó a suponer el 8% del PIB en 2007, pero en los nueve primeros meses
de 2012 tan sólo significó el 6%, habiendo descendido en un 6,4%
respecto al mismo periodo de 2011.
El decreciente compromiso de los accionistas con sus empresas,
entre cuyas causas también está la financiación exterior cortoplacista,
es un elemento muy preocupante en una economía como la española, ya que
el stock de capital en 2009 representaba tan sólo un 161% del PIB, un
peso muy inferior al que tiene en otras economías desarrolladas como
Alemania, un 184% y EEUU, un 209%. El stock de capital productivo
privado por empleado en 2009 apenas representó un 75,6% de la media del
área euro, el mismo porcentaje que en 1995. La tradicional escasez de
capital productivo es un elemento básico a la hora de explicar la baja
productividad de las empresas españolas, sobre todo de las pequeñas y
hay que recordar que la estructura empresarial de nuestro país se
caracteriza por su atomización.
Para avanzar hacía
una “economía de mayor productividad”, que mejore su competitividad
estructural, hay que impulsar el esfuerzo inversor privado, para que
incremente volumen de capital físico y de innovación tecnológica,
revirtiendo la falta de compromiso de los accionistas con sus empresas, a
la vez que debe ser desacoplado de actividades especulativas a corto
plazo, como la inmobiliaria.
I.-Impulsar fiscalmente Fondos de Reinversión de Beneficios en cuyo control participen los representantes de los trabajadores.
Como hemos visto, intentar establecer una estrecha relación entre la
evolución de los salarios y la competitividad tiene un fuerte sesgo
ideológico, ya que los datos muestran que no han sido los salarios el factor que ha generado tensiones inflacionistas.
El origen de nuestro diferencial de inflación respecto la UE (y de
parte de la burbuja de activos inmobiliarios) está en el incremento de
los beneficios empresariales distribuidos a los accionistas y de los
intereses financieros pagados por los prestamos solicitados, la parte
del beneficio que no se reinvierte en la empresa, que no incrementa su
productividad. El porcentaje que representan ambos conceptos sobre el
beneficio total pasó del 39% en 1995 al 60% en 2008. Esto muestra un
menguante compromiso de los accionistas con sus empresas, que fue
favorecido por la mejora en el tratamiento fiscal de los gastos
financieros en el Impuesto de Sociedades, impulsado por el PP en los
años noventa, ya que en términos fiscales era más rentable pedir
créditos (incluso a los accionistas) para afrontar las necesidades de
inversión de una empresa que aumentar su capital.
Por ello resulta imprescindible incentivar la reinversión productiva de los beneficios
de las empresas. La reducción del porcentaje de beneficios distribuidos
a los accionistas (los que han generado inflación de precios y activos
inmobiliarios) no reduce su riqueza, aunque sí su renta disponible. La
reinversión de beneficios incrementa su patrimonio a largo plazo, el
valor de las acciones (si la empresa cotiza en bolsa) o el valor de sus
activos.
Una mayor participación de los representantes de los trabajadores
en el destino de estos fondos puede tener indudables efectos positivos
en la productividad. Ya que la implicación de los trabajadores puede ser
determinante para obtener mejoras en la posición de poder de mercado, e
incluso de monopolio, a la que pueden acceder las grandes empresas en,
al menos, tres aspectos: 1)el acceso a la tecnología, 2)los
conocimientos de gestión en equipo, y 3)la mejora de ideas de
comercialización. Como reconoce la Fundación Europea para la Mejora de
las Condiciones de Vida y Trabajo en su proyecto EPOC: “las propias
empresas reconocen que la participación de los trabajadores es un
elemento determinante en la generación de riqueza”.
Las experiencias desarrolladas en Alemania a través de los Consejo de
Vigilancia, donde hay más de 800 empresas que disponen de ese órgano, o
en Suecia, donde se desarrollaron los Fondos de Asalariados, ponen de
manifiesto el papel que juega la participación de los trabajadores en la
alta competitividad y productividad de las empresas de esos países. “La
cogestión lleva a que el personal se identifique más con su empresa y
los conflictos puedan ser solucionados en un marco de diálogo” (Angela
Merkel dixit).
Qué hacemos con la competitividad es una obra colectiva escrita por Bruno Estrada, María José Paz, Antonio Sanabria y Jorge Uxó. Más información en la web de la colección.
Fuente: http://www.eldiario.es/
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